miércoles, 23 de mayo de 2007

Declaración

Mi mayor problema al sentarme a escribir es la idea continua de que lo que escribo debe soportar indemne el paso de los años, debe ser eterno. De alguna manera se ha sembrado en mí una feroz autocrítica que desmenuza o destruye cualquier intento de fijar por medio de palabras alguna de mis visiones personales del mundo o las historias que quiero contar. Entonces siento el clásico y terrible pavor ante la hoja vacía, dudo entre millones de peripecias cada vez que me propongo escribir incluso la palabra más diminuta y al final resulto vencido por el tremendo esfuerzo y me entrego a cualquier actividad intrascendente que me permita evadirme. Sin embargo, el deseo de escribir permanece en mí. Por lo general suelo convencerme de que lo que ocurre es que todavía no he alcanzado la madurez suficiente para generar las obras maestras con las que sueño, y entonces me dedico a leer las obras maestras que otros han escrito y que yo admiro/envidio, esperando con paciencia que algún día reciba la iluminación de la inspiración como un regalo de Dios. Creo que la afición a la lectura es uno de los aspectos más importantes del oficio de escribir, pero no la simple lectura, sino la lectura productiva, es decir, una lectura completamente orientada a la escritura, con un cierto sistema, buscando encontrar las intenciones y técnicas y trucos y embelecos de los autores, comparando, manteniendo una distancia crítica y analítica al mismo tiempo que identificándome con cada personaje, relacionando lo que se lee con las circunstancias históricas, las corrientes literarias, etc. Pero sólo leyendo no se escribe.
No me canso de repetir a quien lo quiera escuchar que una de las confusiones más graves del ser humano es la de vivir como si fuera inmortal. Aristóteles, en su clasificación de los géneros teatrales, coloca a la tragedia en el sitial más alto, debido a que su trama trata de dioses, mientras que a la comedia corresponde el sitial más vulgar, pues sus personajes son simples seres humanos. Los dioses, al ser inmortales, están condenados a la gravedad de lo pesado, al eterno retorno nietzscheano, mientras que los humanos, cuya existencia es leve y efímera, pueden darse el lujo de equivocarse, reírse, tomarse la vida a la ligera, pues sus actos no tienen consecuencias definitivas. Por supuesto que en cada ser humano también hay algo de divino, un alma inmortal (o como cada quien quiera definirlo), que será la depositaria de lo que podamos aprender en esta vida y lo empleará en las próximas, pero nuestro ego más terreno apenas si alcanza el nivel de personaje picaresco. Precisamente esa existencia terrena finita y ligera es lo que más se tiende a olvidar, pues lleva implícita la muerte, el más grande tabú de nuestra cultura, lo que más miedo nos ocasiona. Al esconder u olvidar que somos mortales, que nuestros días lentamente se acaban, pensamos entonces que no moriremos nunca, que somos dioses, y entonces la vida adquiere ese carácter trágico que suele acompañarla en tantos y tantos casos. Ya no vivo mi vida como si fuera inmortal, me identifico más con El Buscón o con el Lazarillo que con, digamos, Werther. Pero cuando me siento a escribir es otra cosa, una voz en mi interior me dice que si voy a escribir es para ser un clásico, para transformar la literatura, para revolucionar la estética, para convertirme en una estrella. ¿Acaso me creo un dios eterno? ¿Soy así de arrogante?
Creo que en este instante lo más importante para mí es aprender a escribir para el día a día con humildad. Cuentos, poemas, novelas que describan quién soy yo hoy. Si han de perdurar, será cuestión de suerte, esta cuestión no debe perturbar el flujo de la escritura. No sé si tengo el talento para ser un clásico, ¿y a quién coño le importa? Sólo el hecho de escribir justifica lo que se escriba, sin importar el contenido, pues representa mi sentir personal y mi existencia como documentador de mi tiempo y mi época, del mismo modo en que millones de granos de arena diminutos forman una playa. La esencia de una época no sólo reside en sus obras maestras, también (y quizá con mayor intensidad inclusive) en las triviales. No sé a qué género pertenecerán las mías, y a partir de hoy tampoco deberá importarme. La búsqueda de la perfección es señal inequívoca de una mente presa de alguna quimera.

2 comentarios:

Armando Luigi dijo...

creo que sigues el razonamiento correcto, buscando lo pequeño sin pensar en lo grande. de todos modos buscar lo grande, de entrada, es tan infantil como iluso. en literatura creo que hay que hacer, y ya, porque al final siempre se hace lo que se puede, y nunca se hace más. un poco de olfato, sinceridad, para recoger los tiempos, y tratar de que el texto enganche, poca cosa más, creo yo

mercedes grosso dijo...

Bravo Maestro y bienvenido! Que lujo leerte pequeño, grande clásico, de vanguardias o todo lo contrario... y como no somos inmortales (y eso es lo que es triste) mientras nos llega la hora, vamos a gozar una bola escribiendo.